Maestro Ilesh


Escrito por: Nicolás Lafebre

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Lunes 1 de abril 2024

Todos los días desde hace seis meses utilizo tinta china sobre cartulina corrugada  para retratar caras que jamás he visto, pero se han grabado en mi memoria  desemejantes; las recuerdo como habiendo recorrido con mis dedos y labios cada  arruga y cada grasiento pómulo. Utilizo tinta china porque en la cartulina corrugada,  una pequeña parte del negror se difumina alrededor de las líneas más fuertes, dando  volumen y profundidad al amarillo fondo. Cada cara contiene rasgos raciales y  étnicos distintos, y alcanzo a distinguirlos sólo en los trazos; cada una expresa  principalmente dos emociones a la vez: la ira la reconozco de costumbre general, la  otra me es ajena. 

Amo el olor de la tarde y la tinta china secándose, colgando a lo largo de la sala.  Amo el olor de la tinta china secándose con mi aliento. 

El maestro Ilesh me aconsejó fumar romero con canela en polvo a partir de las ocho  de la noche; todavía me siento pesado, con las orejas medio hinchadas y la lengua  tan picante que los mocos me saben a excusas. Me sugirió también que tenga claro  mi horizonte: 

– tal vez, hijo, valdrá mucho más que agarres las obras de un gran maestro y las  repintes usando tus propias habilidades y desde tu propia perspectiva. A mí me  sirvió cuando ya no fluía el cosmos a través de mis brochas, ahí fue cuando me  encontré, y me encontré con todo lo que yo mismo andaba escondiéndome. 

Los vecinos son de Esmeraldas, y la casa siempre huele diferente; ayer todo el día  a camarones y tinta china sobre pasto mojado. Hoy huele todo a que ya es tarde. 

Escogí a Van Gogh, pero porque no le entiendo lo maestro: sus brochazos son  torpes, nunca escoge el grosor correcto de pincel, como si pintase todo con la  colorada quijada, pero en cada trazo es capaz de imprimir todos los horrores de  entre sus sienes.

Alisté una cartulina esmaltada de gran formato, una de 72 X 88 cm, escogí de la  enciclopedia prestada del maestro Ilesh el autorretrato de Van Gogh con la oreja  vendada de 1889, un tubo nuevo de óleo rojo carmesí y un pincel plano número  diez. Nada. 

Desperté boca abajo, casi apuñalado por el borde astillado del caballete que había  recibido mi cuerpo en caída la noche anterior. ¿Desperté? No recuerdo nada después  de la cartulina en blanco, mirándome, juzgándome, inquiriendo y exigiendo su  nutritivo aceite colorido. 

¿Será acaso cierto que es mi alma la que me ha abandonado antes que mi  creatividad? ¿Es posible que un pintor, de repente pueda no pintar más? 

Debo irme, el maestro Ilesh está esperándome. 

– Te siento triste, tu alma no está presente ni siquiera hoy. Debo hacerlo. 

El maestro Ilesh y sus hijos se preparan para el conjuro; de sus bolsos sacan  pequeños huesos, piedras y hojas secas que de inmediato encienden y despiden un  olor nauseabundo. 

– Sólo respira profundo, al final, podrás volver a pintar. 

Todo sucede tan lento como seguramente sucede todo lo que debe ser apresurado.  No puedo dejar de sudar, todo mi cuerpo tiembla y se estremece hasta el último  momento del ritual. Ahí decidí cortar mi cabeza, después de todo tengo dos.

Autor: Nicolás Lafebre.

Concurso de Escritura Creativa 2024.

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