¿De qué hablamos cuando decimos ambateñidad?


Escrito por: Jorge Torres Caicedo

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Jueves 14 de septiembre 2023

Antes de iniciar este texto, quiero poner en contexto que, durante mucho tiempo y al igual que muchas personas, siempre pensé en que debía salir de esta ciudad, en que debía irme. Por esta razón, hice todo lo posible por viajar. Por ejemplo, hace nueve años me embarqué solo, en la aventura del viaje mochilero por algunos países de Sudamérica. Luego, Brasil y México fueron el destino, acompañado de un amor. Después, varios viajes por las playas del país, que me dejaban un solo anhelo y la pregunta: ¿Y si me quedo a vivir aquí? Por último, hice todo lo posible por irme a estudiar en España y curiosamente me negaron la visa. En ese momento descubrí, que todavía hay algo mío que no ha concluido en esta ciudad, todavía tengo algo pendiente, todavía existe algo más por descubrir.


El deseo de irse, esa sensación de desarraigo; son propias y culturalmente aceptables en la vida de cualquier ser humano. Por esta razón, los filósofos se han atrevido a plantear como una metáfora, el hecho de que tengamos piernas para caminar y no raíces para quedarnos en un solo sitio como los árboles. Si retrocedemos un poco en la historia, podemos entender que, el Pueblo Gitano, ha adoptado el nomadismo como su forma de vida y una característica de su cultura. Y en la actualidad, es muy fácil, encontrarse en cualquier ciudad, con personas que de la misma manera que los romaníes, no se han quedado asentadas en un solo lugar y viven haciendo de los viajes su vida o que hacen su vida, a través de los viajes.


Es así como debo decir que, yo me quedé en Ambato, como un árbol que ha sido sembrado en las faldas del Casigana. Pero que todos los días, tiene la libertad de salir a dar un paseo. Por los senderos del Río Ambato, por el centro de la ciudad, por Ingahurco, por Izamba y por los huachis. Es gratificante haber ido aprendiendo de a poquito, que la ciudad no es solo su caos y sus vicios (que fueron los que en algún momento me alentaron a irme), es también, el discurso del vendedor de dulces, que hace su trabajo en el colectivo; el malabarista que hace su rutina en el semáforo de la avenida Rodrigo Pachano y Montalvo; y/o, los artesanos que se instalan afuera de la Biblioteca de la Ciudad y la Provincia. Lo que llevó a darme cuenta que, esta ciudad también tiene dulzura, también tiene magia, también tiene mundo.


Ese mundo que no es solo la Torre Eiffel en París, la Sagrada Familia en Barcelona o cualquier otro destino de turismo multitudinario. El mundo, pueden ser también el puesto de esquites mexicanos acompañados de chicha morada peruana que se instala en la calle Bolívar y Lalama; el amigo pizzero argentino que llegó para quedarse en la calle Venezuela en Ingahurco; las trabajadoras sexuales colombianas que se ubican alrededor del parque Doce de Noviembre, que ha sido restaurado para ellas; y/o, los muchachos venezolanos que limpian parabrisas en el parterre de la avenida Atahualpa y los Shyris.


“Uno conoce un lugar, cuando conoce su gente” decía un amigo mío radicado en Santa Elena y cuánta razón tiene. Porque si hace tantos años y por la obra literaria de Don Juan Montalvo, a esta ciudad la bautizaron como “cosmopolita” por el nombre que le daría a una de sus obras el mencionado autor. Me permito decir que, ahora en pleno siglo veintiuno, en el año dos mil veintitrés; la ciudad puede seguir manteniendo tranquila esta denominación; porque ha logrado acoger a una parte del mundo en su tierrita linda.


Entonces es eso, la ambateñidad es quitarnos la venda de la aporofobia, es observar con detenimiento cada uno de los actores humanos que forman parte de esta ciudad, que combina la vida de nacionales y extranjeros y que no necesita de turistas para embellecerse. La ambateñidad es mirar con ojos poéticos, artísticos o pictóricos, sus plazas, sus mercados, sus museos y sus parques. Es escuchar con sentimiento el vallenato, el bolero, la salsa y el reguetón que compone la banda sonora del bus, del taxi, de la camioneta. Es entender que, el extranjero tiene más razones para quedarse aquí que nosotros mismos, porque ha hecho de esta ciudad su mundo. Es respirar su aire y saber que un día más, podemos quitarnos los zapatos y caminar tranquilos, por el césped de la ciudad jardín.

© Jorge Torres Caicedo

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